Desde –y después de– Sor Juana Inés de la Cruz, es probable que Gerardo Deniz (1934-2014) sea el poeta más complejo y magnético de la literatura mexicana. Tiene su escritura ese rango inasible que lleva a considerarla, más que una obra literaria, una literatura en sí misma, suficiente. Tal es la ilusión que proyecta. Sin embargo, está plenamente inserta en la tradición, sólo que la socava y la voltea y así la abre a nuevos futuros. Si Deniz va a ser un poeta popular, lo será el año 2200.
Enciclopédico, cáustico, pesado, lascivo, poeta más latino que latinoamericano, nació como Juan Almela Castell en Madrid, de donde su familia hubo de huir pronto. Pasó sus primeros años en Ginebra y a los 7 llegó a México, donde 73 años después moriría. Estudió química un tiempo pero prefirió esfumarse de la carrera, aunque la afición científica la mantuvo siempre, lo mismo que la de las gramáticas, políglota aventajado como fue. Llegó tarde a la poesía y más bien a regañadientes, tras haberla despreciado dos décadas por la odiosa presentación escolar que de ella padeció (como tantos).
Nunca dejó de sospechar de la poesía y, sobre todo, de los poetas, a los que burló siempre que detectaba en ellos falsedad. Lo hizo sobre todo en su prosa (reunida en De marras), que está llamada a hacer escuela en el terreno de la insolencia. Obsesivamente malicioso fue con su colega José Emilio Pacheco. A Neruda lo conoció de niño junto a su padre y décadas después imitó por escrito al poeta hablando de su Canto general: “Hí, heñó Almela, un libro de heihienta páhina –decía Neruda con voz cansina, saturada de vegetaciones nasofaríngeas”. Pero lo lee y le concede algo, no mucho: “Aquel amb(l)istoma gargarizante escribió tres poemas buenos en su vida. Puede que hasta cuatro”.
Recién llegando a los cuarenta, y con el pseudónimo que nunca abandonaría (Deniz en turco significa mar), publicó su primer libro, Adrede. Desde entonces, en paralelo a su trabajo de traductor (de Lévi-Strauss, entre otros) y corrector de pruebas en el Fondo de Cultura Económica, dio vida a una poesía fuera de absolutamente toda serie (reunida en Erdera), que tiene desde poemas virtualmente infinitos hasta otros más breves aun que un haikú. Podría decirse, sin exagerar, que Deniz es a la lengua lo que Liszt al piano, no sólo por el abismante uso que hace del teclado sino, sobre todo, por la elasticidad virtuosa con que suele llevar a cabo ese uso. César Aira define así sus poemas: “Suntuosos acertijos cargados de vocablos raros, alusiones hipercultas y conclusiones oscuras. Pese a lo cual hay en ellos una luz intensa y una constante felicidad”. Esto último es clave, como en Lezama Lima, con quien es inevitable compararlo. Si Lezama es una fiesta, Deniz una orgía.
Como la literatura misma, Deniz volvió sobre su trabajo de diversas maneras, antologándolo creativamente (emblemático es su compilado Mansalva, que da nombre a una editorial argentina) o comentándolo en textos –“visitas guiadas”, las llamó– donde provee algunas referencias detrás de las alusiones y el montaje de sus poemas. Es que es la suya una poesía cifrada, un juego hasta cierto punto perverso, devastador. No son jugarretas ni misterios sus poemas, no carecen de fondo conocible, pero sí son enigmáticos en la medida en que no sabemos lo que ellos sí saben: por eso mismo que cifran, tal vez, brillan y atraen aunque no entendamos todo, o nada. Leerlo es como ir colgando de un dron que sobrevuela “Oxidente”. Terrible, sino fuera porque la vista es irrepetible. Y a menudo alucinante.
Se ha vuelto un cliché decir que la literatura brinda preguntas y no respuestas. Puede que sea cierto, pero suele escucharse sobre libros que no son sino un manojo de respuestillas repetidas. Deniz, en cambio, sí que ofrece preguntas impensadas: “¿Juzgas que un cólico saturnino se alivia con bocados de cardenal? ¿Te explicó la princesa que le vio el chile a Tobeyo y quisieras escuchar la opinión pertinente de una vecina española? ¿Dudarías del architronio de Leonardo entre la algarabía de Salaí, el Fanfoia y de más entes? ¿Reconoces que el amor es un sentimiento gótico?”. O en otro plano: “¿Era ancha plasta la del Minotauro? ¿Boñigo ovoide la de las Quimeras? ¿Eran mixtas, acuosas, blancuzcas, como de ave, las deyecciones de la Hidra? ¿Especialmente pestalocis las de la Esfinge? ¿Fue estreñida la Escila? ¿Qué aclarar, al respecto, de Tifón?”.
Sería inconcebible la literatura si siempre fuera como la de Deniz. Pero sería más pequeña y aburrida si no existieran descomedidos, descuadrados como él, que amplían la expectativa, es decir la esperanza, pese al absoluto descreimiento que propalan. En ese sentido es como De Rokha. Puede hablar del himen o de ritos religiosos, de autopsias o de economía (“dechado de cinismo a sangre fría”), de Shostakóvich y Bártok o de la orina y las fecas. Es decir, de composiciones y descomposiciones por igual. Como sea, explorando la naturaleza de las cosas Deniz genera un extrañamiento constante del castellano mientras las nomenclaturas de la química y la aritmética, la lingüística y las otras lenguas comienzan a resultar familiares. En manos de otro, todo esto sería un mausoleo de referencias y palabras muertas, grises, desgraciadas. Que ni de agónicas saltarían. En Deniz en cambio saltan, pinchan, alucinan, perturban, sublevan.
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CANCIÓN CONTRA EL PERRO
El hombre repartió su primer formulario;
sólo tú lo llenaste. Admirabas en él
lo peor, que era lo peor tuyo,
lo que otras bestias usan para sí nada más
y que tú le ofreciste al mono neoténico.
Te deformó a sus anchas,
fuiste enano, afeitado, repulsivo, ridículo,
insulta con tu nombre, te pone como ejemplo —¿no me ves?
A quien puedes atacas, discípulo inmundo,
con la acidez de quien llegó a suplente;
luego te aplasta el amo, por costumbre,
cuando has vuelto a ser negro o amarillo, sin más,
no dañas y vas solo, con esas orejas tristes,
con un pecado original que no es a tu medida
—pues así suele ser esa clase de pecados—,
y entonces das lástima, francamente.
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PENSARLO SIN ALMOHADA
A estas horas circulan los últimos metros.
Habrá quien llegue apresurado a la estación y halle la reja;
quien ya ni vaya, y habría llegado.
Nunca se sabe. No se puede saber. Es como todo.
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DESTINO MANIFIESTO
Al enterrar a mi madre el otro día contemplé
un lugar en el espacio —prisma, tridimenso volumen—
donde verosímilmente me he de pudrir pronto.
Para entonces no me afectarán compañías,
dará lo mismo haber olvidado cómo se saca el discriminante.
Visto lo cual, declaro: aquel hueco
no me pareció mal, nada mal;
está en los montes que he preferido siempre;
allá muy abajo se alzan, ínfimas, múltiples instituciones
—o sea que a ese respecto, cuando menos, las cosas no cambiarán.
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PANGERIA
La materia envejece en su entraña, pronto lo descubrirán;
ya no es como al principio ni como fue después.
Los átomos encanecen, se arrugan y fatigan, se enlaza con menor gana
y al fallar hacen malparir a incautas moléculas.
Por supuesto, no todo descaece al mismo paso (rate),
pero ya empiezan a influir quienes dormitan buena parte del día;
pronto esta vejez será notoria con instrumentos ordinarios
(los sensibles ya la captan, pero se malinterpreta).
Incluso entre átomos que no dejaron de fumar a tiempo
Hay algunos que han estirado la pata
Y se empiezan a corromper. Esto tardará otro poco en ser elucidado.
Todo ello es lento, muy mucho,
para extraer moralejas sobra tiempo, pero
¿qué nos impide empezar a sermonear?