Llegamos a vivir a esa comuna un verano inhóspito y marcial.
Fue hace más de dos décadas ¿o no? Un primo –jovial en esos años– nos ayudó con la mudanza. El alcalde que dejábamos atrás (un boxeador retirado, macizo y más cotidiano que un muro de adobe) nos saludó unas semanas antes en plena calle, le contamos que nos íbamos, pusimos el sueño de la casa propia sobre la mesa, la emoción que va y viene, y se sumó a nuestra felicidad cediendo un camión del municipio para trasladar los muebles.
En lugar de la plaza que contemplaba el proyecto original, había un búnker: confluían dentro de los muros (gruesos y electrificados por arriba) unos cables inmensos que a su vez se derramaban al interior de unas casetas herméticas y feroces. Nos flanqueaban las torres de alta tensión.
Pero el sueño de mi mamá era “la belleza”.
No matemos esta historia con el lenguaje impenetrable y sofisticado de los eruditos, mencionando a Duchamp y su escepticismo respecto a la pintura “retiniana” y el “ocularcentrismo”, dos ardides de los artistas para ignorar la dimensión intelectual de LA OBRA. Y qué decir del ready-made o del urinario que pasó de un potencial muro maloliente a una galería. La belleza –como dicen los que saben– “entró en crisis”, dejó su lugar al campo de los significados, los conceptos, los discursos, la política. Quedó exonerada del arte.
«El sueño de la casa propia es, en este sentido, duchampiano y vanguardista. No le lleva belleza. Todo es –cómo decirlo sin ofender a nadie– “conceptual”: aridez, basura, escombro.»
El antejardín de la casa nueva era áspero y giboso. A punta de picota y pala machacamos el lomo de la tierra como se le pega –me imagino– al toro mientras se derrumba. Nuestro trabajo era lento. Debajo de las piedras habían otras piedras y más abajo, una civilización de escombros y bolsas de plástico y cartones y pañales.
El sueño de la casa propia es, en este sentido, duchampiano y vanguardista. No le lleva belleza. Todo es –cómo decirlo sin ofender a nadie– “conceptual”: aridez, basura, escombro. Salimos de un barrio que nos parecía propio después de varias generaciones y llegamos a una villa donde la belleza estaba proscrita. No habían árboles, bibliotecas ni espuelas de galán. Las calles siguen siendo estrechas como torniquetes del metro. Los muros grafiteados reflejan una rabia endémica. La basura –a pesar del increíble poema de Ammons– se esparce alrededor de los postes cuya luz cae vertical sobre viscosidades y rastrojos cada madrugada. ¿Cómo se explica este desastre? No sé.
Pero el sueño de mi mamá era la belleza. Así que plantó cardenales, geranios, hibiscos, un crisantemo por aquí y otro por allá. Las achiras no se dieron y aunque me conseguí semillas de la “novia de la noche” tampoco resultó. En un rincón había cactus, adelante unos rayitos de sol fucsias y otros violetas. Por el costado rosas y unos puñados de lavanda.
Años después (el tiempo que demoran las flores en perfumar el comedor y el living) uno de los vecinos rompió la cerca hecha con tubos de PVC y estacionó su auto encima del jardín, a un costado de nuestra casa. La imagen era grotesca sin duda. Violenta. En esos barrios, deliberadamente áridos y agobiantes, lo espontáneo es la ausencia de arbustos, flores o árboles. Un jardín es una anomalía, el pasto seco la norma.
Pero ahí quedó el auto toda la tarde. Estrujando clorofila y humillando a los ligustros. No nos odiaban a nosotros –dijo alguien después– sino a la belleza. ¿Por qué? La belleza, que maravilla y deslumbra a ciertas personas, desorienta y encandila a otras. Pero a algunos (impredecibles) los ofende.