Un grupo de mujeres canta y reza mientras la Iglesia San Francisco arde. Bastan unos minutos para que la estructura de madera ceda por completo al fuego la mañana del 23 de enero, y deje una explanada ennegrecida y humeante mientras los vecinos miran afligidos en las esquinas.
La Iglesia San Francisco se podía ver desde distintos sectores y era un punto de referencia no sólo espacial sino comunitario: ahí se realizaron matrimonios, funerales, bautizos, conciertos, presentaciones de coros, reuniones de vecinos. Una iglesia, como casi todas las chilotas, fruto del trabajo de carpinteros tradicionales que han hecho escuela por sus resoluciones inteligentes y propias en el uso de la madera. Pero tal vez el mayor valor de estas construcciones religiosas es su origen en las fraternales mingas donde la gente, de algunas comunidades muy humildes incluso, ha hecho grandes esfuerzos, comunes en la construcción de templos.
En las redes se enfrentan visiones de mundo: quienes defienden la historia, la memoria, incluso alejados de la fe y, por otro lado, algunos que celebran las llamas que consumen iglesias.
Hace unos años tuve acceso a un cuaderno escrito dificultosamente por un fiscal (vecino laico, a veces analfabeto, que se encarga de la labor pastoral en ausencia de los curas) en la Iglesia de Llingua. Se contaba allí cómo se organizaban expediciones para ir a las Guaitecas a buscar madera para construir la capilla, iba toda la familia en embarcaciones y se demoraban meses en volver, “hasta palos podridos del monte comimos cuando no podíamos salir por los temporales”. Las iglesias son el patrimonio tangible de ese sacrificio comunitario.
Ahora leo una declaración de la presidenta del colegio de arquitectos de Chiloé y concuerdo en todo lo que plantea respecto de la gravedad del incendio y lo frágiles que son estos templos patrimoniales. Sin embargo, quiero recordar la visión que tiene Monseñor Ysern de Arce cuando afirma que las elevaciones de madera tienen su verdadero valor en las comunidades que las sostienen. Debiéramos centrar la atención en cuánto más frágil y vulnerable que la madera se ha vuelto el tejido social cuya rotura permite que jóvenes de la mismas comunidades piensen que hay que hacer arder el patrimonio. En las redes sociales se enfrentan visiones de mundo: quienes defienden la historia, la memoria, incluso alejados de la fe y, por otro lado, algunos que celebran las llamas que consumen iglesias. Entiendo que este desprecio por lo común, lo de todos, es consecuencia también de un neoliberalismo individualista, el que destruye dice “quiero hacerlo y puedo” sin tomar en consideración los significados complejos y las decisiones que involucran a tantos.
Hace unas horas, intentaron quemar la Iglesia de Nercón, cerca de Castro. Y me acuerdo ahora de la infernal hoguera de la inquisición.
Fui al control de detención del único detenido y me pareció un chico de apariencia frágil y perdido.“Tú no culparás tan solo a una empleadita de tienda” resuena el verso de Ernesto Cardenal. Él habrá puesto – y todavía está en investigación – el fósforo, el acelerante, pero hay un río de palabras que fueron poniendo el tema en su afiebrada cabeza.
Hace unas horas, intentaron quemar la Iglesia de Nercón, cerca de Castro. Y me acuerdo ahora de la infernal hoguera de la inquisición. Me acuerdo de la quema de libros. O las hogueras de Auschwitz. Siempre las llamas desatadas, cada vez que se quiere imponer una sola forma de ver las cosas. Se pierden todas las otras. No queda memoria de tantas otras.
La iglesia envuelta en llamas no es un fuego que limpia. Es un fuego que arrebata la esperanza porque uno se pregunta ¿Qué vamos a fundar sin empatía, memoria, ternura? ¿Qué se construye con la prepotencia, la soberbia?
Miremos el bosque. Las minúsculas plantas crecen, colonizan, abrazan los troncos viejos de los árboles y saben que todos se necesitan en la diversidad y la riqueza para la construcción de un sistema. Aprendamos de comunidades complejas que evolucionan juntas, sin autodestruirse.