No porque tenga muchos episodios y escenas contrastantes y haya tantos espectadores elementales reduciendo todo al caos o la injerencia chavista, la película es confusa. Más bien es clara, casi esquemática. Si parece fábula.
Es una saga sobre los efectos que en todo un país tiene el accionar destemplado de un grupo de vándalos que podríamos llamar el lumpen-acaudalado, ese que se origina en 1975 cuando Pinochet recibe El Ladrillo, el manual de uso del neoliberalismo chicago-chilensis, a cuya puesta en escena da rienda, más que suelta, desenfrenada.
Este lumpen-acaudalado es un grupo antisocial que no respeta nada y arrasa con todo, poniendo en peligro la vida de miles de compatriotas que ven su seguridad social puesta en jaque, su libertad en aprietos y su economía contra las cuerdas del impío fin de mes.
En alianza estratégica con las fuerzas militares, este paradójico lumpen-acaudalado arremete en los 70 contra las propiedades del Estado, pero no las quema, se las queda, reventando las rejas no de los supermercados sino del sistema de pensiones, la salud, la luz, etc, acopiando lo sustraído en casas de seguridad luego llamadas AFP, isapres, clínicas.
Terminados los 17 años del estado de emergencia en el que surge y se consolida este lumpen-rico, su adversario llega al gobierno pero lo deja seguir siendo como es mientras se consolida ese voy y vuelvo llamado transición, durante el cual, oh melancolía, esa que alguna vez fue izquierda deviene cero a la izquierda, casi nivel derecha.
Pero la sed es insaciable y en democracia emergen nuevos modus operandi lumpenescos: unos eluden y cooptan (Carlos Lavín y Carlos Alberto Délano devienen niños símbolos de esta vertiente), mientras otros, de más rancio abolengo, prefieren el discreto arte de la colusión (siendo todo un emblema Eliodoro Matte, cuyo grupo estuviera tras las popularmente tan temidas alzas del papel higiénico, que no hubo chaqueta amarilla que previniese). Total, si te pillan sale a cuenta: clases de ética, arresto domiciliario, multitas.
Y la sociedad –que entretanto, cómo negarlo, ha recuperado libertades, se ha modernizado y dejado atrás la pobreza extrema– despierta y vive este presente incierto gatillado por los $30 del pasaje y las intervenciones burlescas de los ministros Fontaine y Larraín, que como esos payasos de las obras de Shakespeare desaparecieron de escena tras soplar la bombilla de la paciencia en el vaso de la historia, rebalsándolo.
Es una revuelta que ni no logran advertir (“Cabros, esto no prendió”, dijo alguien) y en la que se enciende todo, las calles y las estaciones de Metro, tristemente, pero también el espíritu nacional. Es una alegría, vieja prometida. Un carnaval, un derroche festivo. Un dichoso acabarse de la paciencia, una decidida voluntad de terminar con el orden insolidario y el abuso del lumpen-acaudalado que hoy brilla por su ausencia, volviendo actuales estas palabras de Orwell: “Era el aspecto de las multitudes lo más extraño de todo. Por fuera semejaba una ciudad en la que las clases adineradas hubieran dejado prácticamente de existir”.
Lamentablemente, en casi medio siglo de proceder impune el lumpen-acaudalado generó una terrible némesis: el lumpen-proletariado, ese que aterroriza, quema y saquea todo. Ambos igual de repudiables, eso al fin ya va generando consenso. El vandalismo incendiario de estos días ha de ser combatido con firmeza, sí, porque aterroriza y daña y no es aceptable, pero no hay que marearse con las lacrimógenas: nada justifica el desbande milico y lo de fondo es el movimiento nacional transversal, una fiesta inesperada.
Se trabaja mal y poco en estos días, la cuestión es reunirse y estar (“es tan necesario vegetar”, escribió Enrique Lihn). Presionar en paz por la paz, con justicia por la justicia. La violencia es marginal en el día: priman ollas y cornetas, carteles y disfraces, tetas y potos, cantos y aplausos. Es Plaza Italia y el Guanacopallooza de Concepción, Valdivia y Antofagasta, Valparaíso y Coquimbo, Punta Arenas e Iquique: aglomeraciones humanas, no alienígenas, donde se silba, se grita, se ríe, se baila multitudinaria y transversalmente.
Protestas pacíficas que siguen y seguirán y con las cuales el gobierno no sabrá qué hacer. Porque no sabe –si incluso sus hijos pueden estar allí, entre jóvenes y viejos, punketas y raperos, chunchos y garreros, metaleros y hippies, abogados formales y editores desarrapados, travestis y ciclistas, profesores y lumpen, pero no el acaudalado: ese y su descendencia acrítica, a.k.a. zorrones, se resta porque si va a sumar lo hace sólo para sí.
Arriba el sol pega fuerte, dora la piel y hace creer que la fiesta es eterna, pero el reloj avanza y comienzan a sobrevolar los helicópteros tan cerca que parecen drones gigantes. Helicópteros y drones: sapos en el cielo anunciando que se viene el toque de queda que, como se ha dicho, ya que estamos en Chile comienza tipo ocho aunque más tirado a las nueve, nueve y media.
Así llega el turno de los cacerolazos en balcones y puertas: el after hour tras el cual aparece televisado el monólogo presidencial, banal, belicoso y majaderamente defensivo, refrendando a la mañana siguiente por un gabinete a la deriva: Chadwick (Changuich) desafiante y soberbio, incapaz de disimular su satisfacción guerrera, secundado por Ubilla, que tiene la empatía de un moai pero peludo; la manipuladora Cecilia Pérez, la displicente Cubillos, la extraviadísima Hutt (sólo Karla Rubilar logra conectar, a tal punto que la quitaron del medio).
Aunque apenas dan para canción de Alberto Plaza, hacen pensar en la famosa frase de Shakespeare: “Grita ‘¡devastación!’ y suelta a los perros de la guerra.” Gobernantes perros que dan pie a las noches negras. “Cayó violenta la noche, en Chile sangra una herida”, cantaba Inti Illimani en los 70, pero cómo resuena hoy. Es el previsible desborde nocturno de una policía sin dirección y de unas fuerzas armadísimas que por enésima vez en la historia apuntan los fusiles contra su propio pueblo.
Todo calza, pollita: no son ovnis, son los sospechosos de siempre que están de regreso comandados por el Pizzas, un mandatario contrahecho que tiene al despertar chileno cercado por el miedo y los camiones militares –un video que será histórico muestra cómo dos soldados, tras amenazar a la gente, se caen penosamente al suelo–. Y así estamos, rebotando entre un día feliz y una pesadilla brutal, la piñericosa macabra de dos primos desquiciados, con noches de horror y muertes –¡muertes!–, muertes que parecen pesar menos que un saqueo.
Fiesta y pesadilla que para netearse, como dicen los economistas, y dar paso a la política –única salida; vuelta atrás no hay– requieren de señales que el alienígena desgobierno no se decide a dar, pese a que todo Chile ya las tiene claras, partiendo por el total esclarecimiento y condena de las muertes y siguiendo por la imprescindible renuncia del triste trío que conforman Changuich, el moai piloso y la manipuladora.
Hace una semana los estudiantes saltaban los torniquetes del metro bajo el lema #evade. Hoy el país es otro y lo debe estar viendo incrédula en su catre senil Lucía Hiriart. Eso escribió Paola Molina en Instagram, y remató: “¡Parece final de temporada ctm!”.
Y como de señales y remates potentes se trata, ¿no sería un maravilloso cierre para esta saga si en su próxima versión la Enade, el “evento empresarial más importante del año”, marcase su voluntad de autocrítica y cambio presentándose como la Evade 2020? ¡La seguimos en Casapiedra, compañeres!