Se suceden las noticias amargas: nuevos casos de contagio del virus; una joven se tiró del Puente Pudeto (la salvaron, pero remece su decisión); entraron a robar canastas de alimentos destinadas a los hogares de los estudiantes del liceo donde trabajo; las fuertes lluvias acentúan la precariedad con la inundación acostumbrada de la Calle Dieciocho y la necesidad de calefacción pone otra vez en la mesa el tema del alto costo de la leña o el gas. Cuesta mantener a los niños dentro de las casas, cuesta establecer pautas que no se sabe por cuánto tiempo deberán sostenerse.
Nos hicimos un horario como cuando íbamos al colegio y tomábamos una cartulina, con una regla y lápices de colores, sembrábamos el semanario de los acontecimientos que no deberíamos olvidar
Con la experiencia de varias vidas a cuestas, nos hicimos un horario como cuando íbamos al colegio y tomábamos una cartulina, con una regla y lápices de colores, sembrábamos el semanario de los acontecimientos que no deberíamos olvidar. Qué clases, cuáles mapas, el amado recreo. Hemos sido estrictos con la hora de levantarnos y recoger las primeras horas del día. Un tiempo para leer, un tiempo para trabajar y reunirnos por plataformas de internet. Un tiempo para ver películas o series, escuchar música. Un tiempo para conversar con los que están afuera, un tiempo para estar en silencio y hablar con nosotros mismos. La alegría que conservamos depende de ese orden diario y sus rupturas acordadas / festivas.
Un tiempo para estar atentos a los sucesos del mundo. Un tiempo necesario para participar y comprometerse en acciones comunitarias.
Necesitamos los ritos, las ceremonias repetidas una y otra vez que llenan de sentido ciertos momentos, nos ayudan en una cierta comprensión del mundo. Especialmente sanadores, nos permiten un ritmo que expresa la relación con el tiempo. En estos días de pandemia, se vuelve difuso el transcurrir y nos hacen falta los pequeños gestos de estabilidad que hagan de anclas en medio del oleaje.
La antropóloga Pía Santibáñez ha estudiado largamente los rituales mortuorios de Chiloé. Señala que nuestra condición insular ha permitido gestar, mantener y custodiar una concepción de muerte más comunitaria, conversada y que es, en la pérdida o suspensión de esas prácticas tradicionales en donde está la mayor causa de tensión e incertidumbre para el isleño. No es la precariedad económica, que ha sido ingrediente de la vida cotidiana por décadas, no es el encierro que se vive todos los crudos inviernos; la verdadera desolación viene del suspenso en torno a los ritos comunitarios y muy especialmente, el de acompañar, velar, enterrar, despedir a los que nos dejan. Los ritos del buen morir.
He ido a muchos velorios a lo largo de mi vida. Tengo una sensación alejada de lo trágico y se me asoma más bien como una celebración comunitaria. El relato que sigue, es una experiencia de mi infancia en la isla Quenac:
En la mesa grande del comedor está el cuerpo, acostado con sábanas y almohadas como si fuera una cama. Alrededor, han instalado mesones para que nos sentemos los acompañantes de los deudos; allí se sirven platos con enormes trozos de carne humeante y se come con el cadáver al centro, mientras algunos hombres arman el ataúd afuera. Se oyen los martillos y hachas, los cubiertos y platos en el silencio respetuoso del rito comunitario. Más tarde, deberemos recorrer a oscuras el camino hacia nuestra casa, iluminados por lámparas o linternas con el pan amasado bajo el brazo que se le reparte a cada vecino “para el camino”. No todo el velorio es triste, a ratos se sirve aguardiente y los corros de hombres fumando en el patio cuentan chistes o se acuerdan de alguna fechoría del difunto. Varias mujeres cocinan, mientras una amasa, otra revuelve el tacho donde se cocina para todos los presentes. Los jóvenes recorren pasillos y filas de sillas para ofrecer café, té, galletas. Es muy mala señal no convidar nada a las visitas. El muerto se ha preocupado de dejar esto arreglado en sus últimos tiempos o más bien, se sabe claramente aún sin expresarlo que se deben matar alguno de sus animales para alimentar a la gente que llegue a acompañar a los deudos. La familia habrá hablado con el fiscal y habrá organizado los rezos para las nueve noches que durará el velatorio sin cuerpo presente por las leyes que lo prohíben. Al noveno día es el remate de rezo, una gran fiesta donde la comida es más sabrosa y abundante; sólo para quienes han asistido a la totalidad del rito. No se le negaría a alguno que haya faltado una noche, pero es el propio vecino quien no se acercará por acatar las normas no escritas de “cumplir con el muerto”.
Las normas estrictas de sepultación hoy son dolorosas. En algunos casos, ya no se ha podido ver a los seres queridos desde que son hospitalizados en medio de su gravedad, tampoco pueden asistirlos en su agonía. Los cuerpos son entregados en bolsas sanitarias / en ataúdes cerrados; sólo pueden estar los más cercanos en un entierro que debe ser acelerado.
La verdadera desolación viene del suspenso en torno a los ritos comunitarios y muy especialmente, el de acompañar, velar, enterrar, despedir a los que nos dejan. Los ritos del buen morir.
Más horrenda es la imagen del poder cuando el propio Presidente de la República hace caso omiso de las restricciones y prepara un funeral con músicos, mirando a su familiar que ha muerto de corona virus.
Se siente más la dura injusticia. Se mastica con rencor una desigualdad que ya no se podrá ocultar con ningún maquillaje de última hora.