Tiene que ser muy malo el vivo para que muerto no lo encuentren bueno. Cuando alguien muere repentinamente cunden los encomios, las palabras de buena crianza. Pero hay casos en que cada pesar, cada flor y cada elogio de tan genuinos se quedan cortos.
Es el caso de Malala, María Elena Ansieta, que murió hace unos días con apenas 56 años. Periodista, jefa de prensa y de ventas editoriales, lectora inquieta, fue una figura energética en la revitalización del libro en el Chile de las últimas tres décadas. No confundía peras con manzanas, las trataba sin pedirles a unas la acidez o el dulzor de las otras. Entendía la esencia libre del libro y en el océano de estos sabía pescar lo suyo, pero cumplía con altura su trabajo de promover y apañar con paños como aquellos con los que solía vestirse, “ingrávidos y gentiles”, diría Machado, coloridos como su carácter y su look inolvidables. Alguna vez pidió que no pétalos sino marcadores de libros le tiraran a su ataúd. Sería porque justamente eso hizo, marcar al libro en Chile.
“Su partida nos recuerda con calidez y emoción lo mismo que estos meses descuadrados nos han enrostrado con pesadez y miedo, la fragilidad de nuestro estar aquí. Lo que se va con la Malala es una Alegría”.
Pienso que el cariño tan grande y transversal que ha asomado con su temprana e inesperada muerte tiene que ver con el momento, ya que su partida nos recuerda con calidez y emoción lo mismo que estos meses descuadrados nos han enrostrado con pesadez y miedo, la fragilidad de nuestro estar aquí. Pero ante todo tiene que ver con cómo era ella. Lo que se va con la Malala es una Alegría.
Hace poco, en un cruce de correos con mi abuelo de casi 90 años, me dijo: “No sé dónde encontré esta cita de Spinoza que vale para todo: Hacer las cosas bien y perseverar en la alegría. ¿Por qué en este tiempo tan crítico se celebra tan poco la alegría?”. El malestar y la indignación no le fueron ajenos a Malala, pero sabía que no tenían por qué chocar con la alegría, que es una voluntad, una firmeza del carácter, un estilo que enfrenta al mundo, no una blandura que se complace en él. Malala hacía las cosas bien y perseveraba en el goce, conocedora sin duda de lo negro que todo puede llegar a ponerse a veces. La conocí en el arte de la generosidad –gran regaladora del libro preciso– y del comentario irónico de los hechos y los seres simplemente como una manera de pensar y licuar el día a día, como un antídoto contra el rencor y la amargura.
Fuimos colegas cinco años y no me faltan los buenos recuerdos. Los que mejor guardaré son de algunas acarreadas en auto que me dio cuando coincidíamos a la salida del trabajo en las escaleras –las que ella transitaba manteniendo conversaciones simultáneas y a viva voz con los que subían y los que bajaban–. Estacionaba lejos, pero por tarde que se hiciera, no había problema, la demora era tiempo ganado.
En uno de esos viajes, quizás el último, dos cuadras antes de bajarme algo nos produjo una carcajada infinita. Los bocinazos del odioso que venía detrás no nos dieron tiempo de recobrar el aire para decir nada cuando me bajé, apenas un chao torpe. Era verano y desde la ventana abierta siguió llegándome su risa por unos segundos que ahora se eternizan.