Me acuerdo que íbamos obligados a unos peladeros en los límites de Pudahuel, cerca del camino al Aeropuerto, que en ese tiempo tenían pasto y que los pobladores no había convertido en vertederos clandestinos. Los adultos llevaban parrilla y armaban asados en cualquier rincón o zanja que hubiera disponible. Los niños torpes -como yo- mirábamos como otros cabros más entretenidos y valientes corrían a la siga de los volantines cortados. Todo eso era muy aburrido. En general los paseos a cualquier peladero sin que haya alcohol de por medio suelen ser insoportables. Pero en ese tiempo para los niños no había elección ni tampoco era aconsejable el conocimiento del trago. El 19 de septiembre, o el 18, pasaba así y uno debía resignarse al entusiasmo familiar que quizá tampoco fuera tanto entusiasmo. Puede que haya habido otra resignación, pero más oculta y a la vez más amarga. Esto suena bien, pero naturalmente es dudoso y sobre todo pensando en las Fiestas Patrias donde es difícil pillar, por lo menos entre la gente que celebra y que aprovecha de salir a algún descampado a comer y embriagarse, a alguien genuinamente amargado que lleve en silencio su doloroso malestar.
“¿Era inmoral no andar constantemente amargado en esos años tan duros, celebrar el 18? Claro que era inmoral”
¿Era inmoral no andar constantemente amargado en esos años tan duros, celebrar el 18, quedarse dormido en el pasto abatido por el consumo de vino con fruta? Claro que era inmoral. Pero en ese tiempo la gente no tenía un auténtico compromiso político y era fácilmente dada a los vicios que su pobreza les permitía. Los sitios eriazos eran ocupados por los circos y las fondas. En el circo la función sólo comenzaba después del himno nacional y del izamiento de la bandera. No sé si esta gente estaba poseída por una suerte de demonio fascista que inhabilitaba su rabia y le impedía bajar de las gradas y destruir el circo, quemar la carpa, liberar a todos los animales (elefantes incluidos) y agredir de paso a todo el personal contratado.
Pero en lugar de hacer eso el pueblo disfrutaba del espectáculo y en la noche, en lugar de quedarse en la casa en actitud austera y consciente, concurría a lugares indignos y peligrosos. Y eso es extraño. No sé cómo terminábamos en unas fondas de Maipú, entre Camino a Melipilla y Pajaritos, donde una tal señora Nana –conocida nuestra, especialista en carne de caballo- tenía funcionando una ramada y posiblemente hiciera alguna rebaja en la cuenta final. Lugar feo, injustificable, mal iluminado, en medio de una multitud de ebrios, volados y gente con sombrero ranchero. La señora Nana tuvo su fonda varios años y por suerte el entusiasmo de mis padres rápidamente decayó así que dejamos de visitarla. En algún momento decidió cambiar el negocio de la carne de caballo por el narcotráfico que claramente se tornaría más próspero en el futuro inmediato. Luego vendría la cárcel. A veces las cosas van para peor.
“Era imposible hacerse el leso ante la idea obligada de que esto debía tratarse de una forma de felicidad, propia de las genuinas celebraciones de la chilenidad profunda”.
Quizá hubiera una cierta compulsión hacia las malas iniciativas y no sé si una especie de resignación. Todos sabían que las fondas de Maipú eran tan peligrosas como las del Parque O´Higgins. No es que fuéramos engañados pero de algún modo llegamos por allá. Tampoco puedo decir que después saliéramos de la insensatez. Porque luego vino la invitación de un familiar a la fonda del club de suboficiales del ejército y no nos negamos a ir. Yo era un niño pero sé que alguna responsabilidad me cabe, me imagino, porque uno nunca es por completo inocente. Efectivamente era un lugar ordenado, con buena orquesta. No había el peligro del exterior. Al igual que en el circo en algún momento se cantaba el himno patrio completo. Luego el público volvía a la cumbia. Se veía felicidad por doquier, sin asomo de culpa por visitar ese lugar. Incluso se comentaba la calidad de la orquesta y el amable precio del vino y del pisco subvencionados.
“Entonces venía el terror mientras en la pradera oscurecía. Así se celebraba”.
Y después, como si no hubiera noche de por medio y todo sucediera al unísono, venían esos peladeros en los confines de Pudahuel. Y la multitud elevando volantines, preparando asados, copeteándose de nuevo, sin que nadie se hiciera problemas. Era imposible hacerse el leso ante la idea obligada de que esto debía tratarse de una forma de felicidad, propia de las genuinas celebraciones de la chilenidad profunda. Y ahí estaba el peligro porque cuando ya venía la tarde y uno pensaba que por fin se lo llevarían de ese lugar ingrato, alguien contaba que más allá –pero no tan lejos- había una laguna (quizá un humedal), cuyas aguas no tenían movilidad ni renovación, donde los campesinos acostumbraban a echar los cueros de los vacunos sacrificados. Y que los cueros al verse en medio de esas aguas detenidas, de manera inexplicable y dudosa, empezaban a adquirir vida y alguna forma de conciencia maligna. Y naturalmente trataban de atrapar a cualquiera que se metiera al agua, sumergiéndolo hasta hacerlo desaparecer. Así le habría sucedido a un niño que fue a lavarse los pies en una de estas lagunas poco antes de terminar un paseo familiar. Y nunca más fue visto.
Entonces venía el terror mientras en la pradera oscurecía. Así se celebraba.