Sufrí un traspié. Muy previsible. Y por eso doblemente penoso. El jueves a las 21:20 mi celular dejó de existir. Con pena lo despido pero con placer vivo su ausencia. La conciencia de su no estar es deliciosa.
Signos de evidente deterioro venía dando hace ya dos años. Se quejaba. A mediados de 2019 estuve a punto de renovarlo, pero no lo logré porque lo que ofrece la compañía por teléfono no lo reconoce la compañía en la sucursal –deslealtades de la competencia interna en el contexto de la obscenidad comercial chilena, etcétera.
Sufrí el apagón total del celular, al que ni el cargador le pude rescatar porque ya estaba, como Cristián Larroulet, entero pelado y fallando por todos lados.
Pronto empezó ya a agonizar e iba a cambiarlo sí o sí, pero vino el estallido, poco idóneo para voluptuosidades tecnológicas. Y la chatarra como que se concientizó y se repuso, si bien necesitando siempre de un cable que la mantuviera viva, pues de autonomía tenía lo que un comunista fuera del Partido, muy poco. Que aguantara el verano y el despiadado marzo, decidí, y abril sería el mes de la renovación, sin vuelta atrás. Pero vino la pandemia, una gran vuelta atrás. Y en casa es muy fácil mantener el celular enchufado todo el día, aunque uno se jibariza de tanto wasapear cerca del enchufe.
La cuestión es que el jueves emitió unas sonoras íes agudas y se fue a negro y ninguna maniobra resucitatoria tuvo efecto, de modo que el viernes fue una jornada perdida en comunicar la incomunicación por vías paralelas. Entonces vinieron los problemas con cara de problemáticas, partiendo por la pérdida de contactos por ausencia de respaldo y por el mencionado apagón total del aparato, al que ni el cargador le pude rescatar porque ya estaba, como Cristián Larroulet, entero pelado y fallando por todos lados.
Caí, pues, en ese lugar sin límites llamado sucursal virtual. Esas ofertas que invasivamente siempre abundan ahora brillaban por su ausencia. Al llamar (desde un teléfono prestado) tuve que esperar eternidades, como es norma para quien requiere una solución, y eso que yo quería comprar. Finalmente me atendió una telefonista colombiana apática, casi hostil, lo que me desconcertó, acostumbrado como está uno al trato cordial y cálido de las gentes de Colombia.
Se irritó con mis preguntas repetitivas (“los respaldos son asunto personal del cliente, señor”), me espetó que el despacho se activaba contra pago y demoraba entre “tres y siete días hábiles”. O sea que aún no me llega. En esa espera estoy, pero estarlo es ya todo un logro porque ¡cuánto me costó concretar la compra! La telefonista me dio un código con el cual pagar en la web. Pero el portal una y otra vez abortó, hacia el final, la operación, sin recuperar lo avanzado. Enfermante. Y cuando al fin no falló, me derivó al banco, que para transferir además del digipass me pidió una clave dinámica ¡enviada a mi celular! Hube entonces de llamar y atravesar los consabidos y los insospechados laberintos telefónicos bancarios hasta que, después de oír mucha ofensa musical tipo Keane, pude pagar.
Hube de atravesar los consabidos laberintos telefónicos hasta que, después de oír mucha ofensa musical tipo Keane, pude pagar.
Y heme aquí esperando el aparato, aunque más bien, y esta es la esencia de lo que quería transmitir, me siento, como Nicole, esperando nada. Porque repentinamente no tener celular ha sido, quizás por ser fin de semana, o porque sí nomás, una maravilla. Absoluta. Aunque cierta compulsión a agarrar el teléfono queda, es impresionante lo rápido que se disipa. Todo lo digital se desvanece en el acto, la revisada de wasap, de Instagram. Y el beneficio se lo llevan las aficiones y pasiones de fondo. En mi caso, la lectura, la cocina, el vino y una o dos más aquí no comentables.
Con todo lo de tristeza, incertidumbre y angustia que tiene este tiempo vírico, la lectura es para mí la experiencia que más ha recuperado espacio con el encierro. Superada una primera distracción total (marzo), y tomadas ciertas decisiones –no sobre informarse, no pescar los cantos de sirena de las series–, leer por las noches ha retomado esa continuidad intensa de los años universitarios. Y ahora sin celular eso se ha redoblado. La consecuencia es un placer extendido, abismante, una ilusión de tener el tiempo a favor y no en contra, la felicidad renovada de volver a lo propio, lo esencial, que por lo demás es lo que reclama este quiebre mundial.
Todo lo digital se desvanece en el acto. La consecuencia es un placer extendido, una ilusión de tener el tiempo a favor y no en contra.
Pero sé que en cualquier momento me llegará el aparato nuevo y literalmente sonaré. Aunque, espero, alguna distancia sabré tomar para resguardar este placer recuperado de la vida offline. Mientras, me sumerjo en los escritos de Kierkegaard, ese filósofo y poeta por derecho propio que un día escribió: “La esencia del placer no reside en la cosa disfrutada sino en la conciencia acompañante”.