Lo habitual es que el odio hacia un gásfiter (o hacia un carpintero o un eléctrico) sea utilitario y no tenga que ver con principios. Se explica, es natural, por trabajos mal hechos o por cobros desmedidos. Tiene un componente de rencor específico que se reaviva cada vez que uno ve los resultados de una obra mal ejecutada o se acuerda derechamente de la estafa. Cuesta poco calificar a esta emocionalidad como burguesa y eso no provoca vergüenza porque cuando se pierde plata toda la teoría social y los fundamentos del socialismo utópico (incluso espirituales como la nunca bien ponderada Teología de la Liberación) valen un carajo.
Yo creo que acá derechamente hay un uso malicioso del oficio.
Al hablar de esto uno revela su propio egoísmo pero, por extraño que parezca (y de verdad es extraño), no hay modo de quedarse callado y de no explicar cada vez que se puede todos los detalles sobre la mala ejecución de la obra. Yo he tenido problemas con la instalación de ventanales, con un techito que encargué para la entrada de la casa, con un mesón que quedó chueco, con el sellado del lavaplatos y con cierta estafa que sufrimos con una plata que depositamos por un mueble que nunca llegó. Pero yo a este gásfiter, que de paso es vecino, no le tengo esta mala voluntad por un trabajo que le haya encargado sino por su forma de ejercer la gasfitería y a la vez de hacer daño. Yo creo que acá derechamente hay un uso malicioso del oficio.
Ya estábamos advertidos de la calidad de persona que era por la mujer que arrendaba esta casa antes de que nosotros la compráramos. Ella decía que el hombre era miserable, que tenía mucha plata guardada y que incluso era dueño de varias casas en la villa, pero que nunca estaba dispuesto a gastar en nada y dormía en el suelo sobre una payasa toda cochina. Dijo además que tenía un sobrino drogadicto, que había robado a los propios vecinos y que ese sobrino se quedaba a veces en la casa del gásfiter. Esa mujer, por lo demás, no tenía buenas costumbres. Dejó la casa sólo bajo amenazas y decidió robar unos balones de gas históricos, de 45 kilos, que estaban acá desde la década de los 80. Entonces, claro, su versión perdió valor desde un inicio y, como nadie vio al sobrino drogadicto paseando por los techos, cierta esperanza absurda perturbó nuestros sentidos.
Nunca dudamos de la miseria del gásfiter. Pero no sabíamos sus límites. Primero aparecieron los ratones. Venían de un ruco que construyó en su patio donde acumulaba todo tipo de repuestos propios de su oficio. Luego, en primavera, empezó a volar una plancha vieja y ajada del cobertizo con que malamente cubre esa mejora. Negó la posibilidad de que los ratones vinieran de sus cachureos y bueno, aceptó con ninguna culpa que la plancha era suya y que el cobertizo estaba mal construido. Cada vez que la plancha volaba él terminaba recibiéndola de vuelta hasta que un día decidí tirarla a la basura.
Estas anécdotas de poca importancia empezaron a hacerse escandalosas cuando comprobamos que la arrendataria no mentía. El gásfiter tenía varias casas a su nombre. En la casa de los cachureos vivía una hermana suya pero él no se alojaba ahí. Dueño y a la vez pensionista, llegaba temprano a tomar desayuno y luego volvía a almorzar. Desde ahí controlaba su negocio, que no andaba mal, porque todos los días salía con su caja de herramientas, en bicicleta o en taxi, a atender a su desconocida clientela.
La gente del Opus decía que era posible santificar el trabajo, no sé cómo pero se podía.
Cuando empezó la pandemia y sin jamás respetar un día de cuarentena, decidió inscribirse en la olla común que organizó la municipalidad. Había traído a su polola –una mujer mayor- a vivir a la casa de los cachureos y, temiendo que esto le ocasionara algún gasto adicional, decidió pedir que le regalaran a diario comida caliente. Volvieron los ratones y hubo que colocar nuevas cargas de veneno.
Ustedes saben como ha progresado la pandemia. Unos han enfermado, otros han muerto, muchos se han empobrecido. Pero el hombre no ha variado sus costumbres. No obstante la prohibición de desplazamiento todas las noches viene un amigo suyo a visitarlo. Toca un silbato y después grita Gásfiter. A veces se escuchan peleas y pasos de gente corriendo por las escaleras hasta muy tarde, de repente cerca de las 3 de la mañana. Los sábados su polola se pone a cantar siguiendo la música de una radio mal sintonizada.
Todo esto que relato no explica el odio que uno pueda tenerle en tanto gásfiter, pero hace que sea un poco más comprensible. En parte el asunto tiene que ver con ciertas enseñanzas del Opus Dei que alguna vez uno tuvo que escuchar cuando las opciones de televisión eran escasas. La gente del Opus decía que era posible santificar el trabajo, no sé cómo pero se podía. Uno podía rezar mientras trabajaba o trabajar como si estuviera rezando. Había manuales que explicaban el método a través de aforismos. Pero requerían valor. Me imagino que desde un inicio fueron claramente cristianos trabajos como la carpintería y la pesca. Y no cristianos la cobranza de impuestos y la venta de animales para sacrificio. Con el tiempo, no me cabe duda, debe haberse tipificado qué oficios eran derechamente satánicos.
Con el tiempo, no me cabe duda, debe haberse tipificado qué oficios eran derechamente satánicos.
El acuerdo es que a través del trabajo uno puede ayudar al prójimo o perjudicarlo. Y si a eso uno le da un aire trascendente debería venirle como premio una enorme felicidad. Yo creo que el hombre en cuestión ocupa la gasfitería para hacer daño, pero no directamente como si utilizara su ciencia para fabricar un lanzallamas hechizo. Y no es sólo que los restos de calefont y cañerías de cobre que acumula en el patio sólo sirvan como nido de ratones. Ni tampoco su inscripción en el registro de desempleados que deben recibir comida. Ni las casas que arrienda, ni la mujer que canta, ni el amigo que toca el silbato. La clave es la denegación de servicio.
Todo se reduce al lucimiento de sus herramientas y a la negativa tenaz a hacer cualquier trabajo que le pidan sus vecinos de pasaje. Perdónenme. Eso es una canallada. Siempre con la desconfianza por delante y temiendo que le pidan rebaja, se escabulle apenas alguien le pide un presupuesto. Y luego vamos cargando las herramientas para trabajar afuera. Haciendo el gesto de desprecio todos los días, dejando que la cuarentena pase sin comprar ni siquiera pan ni bebida. Huyendo a medianoche de la casa donde deja unas mujeres al cuidado de sus despojos, en busca de la payasa donde hace que duerme. Si es que duerme.