Ocurrió la semana pasada. Al frente del edificio donde vivo, en calle Huérfanos, en el centro de Santiago, se estacionó una camioneta, destartalada y de ocupantes sospechosos. Estaban sucios, borrachos y hambrientos. Su carga era un bulto enorme que, a veces, cobraba vida. Desde mi ventana se veían, a la distancia, pequeños movimientos como si a ratos la informal encomienda hubiese sufrido descargas de electroshock.
Atrás de la camioneta venían seis ovejas vivas, amontonadas, obesas, inmovilizadas: tenían sus patas amarradas. Corrí un poco la cortina de la ventana y tomé algunas fotos con el celular. “¿Aquí podría comenzar un cuento de terror?”, pensé como también en la posibilidad inmediata de hacer una denuncia. Pero ¿Cómo termina este cuento de terror?
¿Era un robo de ovejas? ¿Maltrato animal? Me quedé mirando un buen rato la extraña maniobra, pensando en estrategias repetidas en televisión por autoridades como el exministro de Salud, Jaime Mañalich: “Inmunidad de rebaño”.
Pero ya solo quedan cinco ovejas. Esta semana retiraron una en un auto. La sacaron del cité y la metieron en la parte de atrás como quien adquiere una estufa.
En fin, enfrente de donde vivo hay un cité. En un momento, un hombre con una carretilla en sus manos llegó a buscar las ovejas de la camioneta roja y chocada. Y así fue como, una por una, las peludas habitantes del centro se fueron retirando a su nuevo paradero: las ovejas ingresando a un cité de comienzos del siglo XX.
¿Era el desfile, miserable, a un matadero clandestino? ¿Alguien se daría un banquete con jugosas papas asadas como acompañamiento? ¿Qué estaba realmente ocurriendo? Hay bastante pobreza por este barrio, el barrio Yungay.
Las divagaciones comenzaron a atacarme antes de dormir, como pesadillas oscuras sin blancas ovejas que aliviaran el sueño: ¿Y si fue una compra en conjunto destinada a alimentar a varias familias de escasos recursos? ¿O un robo en el campo y cada una de las seis ovejas tenía un nombre y otro futuro?
El pasado domingo las ovejas fueron alimentadas. Nuevamente corrí la cortina de mi ventana y observé cómo el hombre de la carretilla dejó restos de comida, de frutas y verduras en la vereda, por donde antiguamente pasaba el tranvía, a pocos metros de las puertas del cité. Las ovejas están vivas. Las ovejas, secuestradas o no en pandemia, siguen aún respirando.
Pero ya solo quedan cinco ovejas. Esta semana retiraron una en un auto. La sacaron del cité y la metieron en la parte de atrás como quien adquiere una estufa. Era el hombre de la carretilla, quien siempre lleva mascarilla y un gorro de lana. No logro identificar su rostro como un habitual vecino.
Y me quedo pensando en silencio en las seis ovejas. Y como una reacción inmediata reviso el libro del poeta Manuel Silva Acevedo, Lobos y ovejas. Y leo, leo en silencio y susurrando, como si tuviera a las seis ovejas a mi lado: “Me parieron de mala manera/ Me parieron oveja/ Soy tan desgraciada y temerosa/ No soy más que una oveja pordiosera/ Me desprecio a mí misma/ cuando escucho a los lobos/ que aúllan monte adentro”.
¿Era el desfile, miserable, a un matadero clandestino? ¿Alguien se daría un banquete con jugosas papas asadas como acompañamiento?
También se repite en mi cabeza el título ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Y me quedo pensando, más que en la novela, en K. Dick y en el insomnio y la pandemia, mientras yo me asomo por la ventana a ver si hay rastros de los borregos.
El escritor estadounidense, siendo joven comenzó a tener miedo de dormirse y se entrenaba para permanecer despierto. Además, sufría de vértigo y de agorafobia. Consumido por problemas mentales y con drogas, toda su vida creyó tener revelaciones divinas.
Leía textos sagrados y escribió “Yo soy el verbo, y mi nombre no puede ser pronunciado”. Mientras intento dormir, después de algunos días de lluvia, pienso en el hombre de la carretilla como la reencarnación de Philip K. Dick dispuesto a salvar las ovejas de un antiguo cité en decadencia: las mascotas de un desquiciado que alimenta su rebaño abandonado, amarradas en un pasillo, frío e interminable, rumbo al infierno.