Día intensamente frío. Una señora empuja una carretilla vendiendo cholgas y choritos, entumida. Más abajo, en el muelle Pudeto, algunos hombres han abierto sus puestos a la orilla del mar y venden piures desconchados que botó el último temporal, entumidos también. Llueve mucho ahora mismo. Las calles grises casi vacías, poca gente camina muy rápido tan abrigada como puede, cabizbaja. Frente al correo una larga fila de haitianos tirita de frío mientras esperan poner diez mil, doce mil pesos a sus parientes de nombres musicales. Al parecer, es una suma que servirá en su país, vale la pena soportar las bajas temperaturas y la restricción de entrada solo a dos personas por vez, que enlentece el trámite. Elena y su compañera en el mostrador tienen toda la paciencia para preguntar una y otra vez los datos de envío. Trabajo en Chonchi, dice uno, pronunciando trabajosamente, ellas sonríen comunicando ánimo con el gesto a pesar de la mascarilla y de las cintas rojas que marcan el límite de acceso al mostrador.
Discrepo de la sospecha en torno a lo heroico. La profundidad del remezón que ha significado esta pandemia ha sacado a la superficie un país otro: lo bueno y bello.
En el fogón virtual donde participo los viernes, una dirigente de la salud pública criticó el lenguaje bélico con que el gobierno identifica todo el tema de la salud: combate, lucha, trincheras, estrategias y control, suministros. Como escritora cuyo material de trabajo son las palabras, creo que tiene razón en cuanto a lo intencionado de situar esta catástrofe sanitaria militarizando las reacciones para poder establecer un cierto control. Sin embargo, discrepo de la sospecha en torno a lo heroico. La profundidad del remezón que ha significado esta pandemia en nuestras vidas ha sacado a la superficie un país otro: irrumpen formas de vida, comportamientos, abandonos que no veíamos o no queríamos ver. Pienso en lo bueno y bello de pensar en una épica para estos días. Es cierto, los trabajadores de la salud necesitan tener las condiciones necesarias para ejercer sus funciones protegidos y ser remunerados con justicia, eso es primordial. Pero, a contracorriente del individualismo, se hace necesario ese gesto que va más allá de lo que “corresponde” hacer. Enfrentados a un fenómeno desconocido que transforma no sólo la cotidianeidad sino nuestra percepción del tiempo, nuestra relación con los otros, nuestra sobrevivencia, necesitamos más que los recursos acostumbrados. Excavar en el pozo de la experiencia y la sabiduría de los antiguos para extremar nuestras capacidades.
Ando a las vueltas de ciertas tendencias de mi generación. Recuerdo que en la primera parte de la adolescencia varias amigas querían ser misioneras o monjas, para llegar a la santidad, el hambre de virtud nos atraía como imán. Luego, cambiamos ese fervor por otras pasiones pero en el trasfondo se mantuvo el principio de aspirar a un estadio más alto de desarrollo espiritual que, en muchos casos, se tradujo en servir a /con otros. No es difícil pasar de ese impulso inicial a soñar en una transformación del mundo a través de la política, por ejemplo.
Nuestros viejos educaban con esa conciencia y en todo momento: saludar con respeto, ceder privilegios a los mayores o disminuidos en sus capacidades, no mentir, no agredir, ser honrado, no aprovecharse de los demás.
Desde la ventana de la cocina se ven plantas que crecen en tarros de conservas, teteras viejas, ollas saltadas, viejos tiestos de plástico recogiendo aguas de lluvia que servirán para regar las plantas.
Gabriela Mistral habla de esta modelación del espíritu, misión de los maestros que en algún momento cayó en descrédito frente a la instrucción; la producción y el desarrollo económico fueron más importantes que la construcción de un ser humano. Ella llega a decir:” Todos los vicios y la mezquindad de un pueblo son vicios de sus maestros.”
La falta de virtud se ha amplificado en esta crisis. Librados a los llamados de los sentidos, a la banalidad del consumo, a la legitimación de lo mínimo, muchos no fueron preparados para conversar consigo mismo, menos para leer el largo relato de la búsqueda de sentido que ha ido pacientemente construyendo la tradición.
Pequeños gestos
En casa de mi madre aún se reutilizan los restos del consumo, reciclan, se dice ahora; un ejercicio que los chilotes hacían con total naturalidad. Desde la ventana de la cocina se ve el precioso jardín con repisas de madera y encima, plantas que crecen en tarros de conservas, teteras viejas, ollas saltadas, viejos tiestos de plástico recogiendo aguas de lluvia que servirán para regar las plantas. Un “vecino” que vive a cinco kilómetros, viene una vez a la semana a buscar todos los restos orgánicos para alimentar a los animales domésticos. Entonces, la basura se reduce a casi nada. En contraste, ya desde antes de la pandemia el problema de la basura estaba en crisis por el aumento de desechos, su naturaleza y los problemas políticos de no pensar soluciones comunitarias y ahora recrudeció: los caminos rurales están llenos de microbasurales. Estufas viejas, restos de techos, colchones, bolsas con todo su contenido desparramado se tiran por las laderas. ¿Se trata solo de responsabilidad ciudadana? ¿Se corregiría con el retorno de la educación cívica en las escuelas?
Enfermeras que toman las manos y ayudan a bien morir. Jóvenes voluntarios en recolección de alimentos y ayuda en ollas comunes.
Este es un tiempo de oportunidades, también. Varios profesores que hace poco “cumplían su horario” estrictamente, ahora están preocupados por cada uno de sus estudiantes y participan de los espacios emergentes como programas de radio que llegan a los campos donde no hay internet; o son voluntarios en turnos para entregar guías y materiales a los que pueden llegar al colegio. Usan sus teléfonos particulares en la contención emocional, arman cápsulas animosas y buscan contenidos que ayuden a sobrellevar esta crisis abandonando las rígidas asignaturas.
Y hay médicos que hablan con las familias, dan noticias por teléfono porque saben que no pueden encontrarse con sus pacientes queridos. Enfermeras que toman las manos y ayudan a bien morir. Jóvenes voluntarios en recolección de alimentos y ayuda en ollas comunes. Bomberos, vecinos que exponen su propia salud por ayudar a otros. Empleadas de correos que no solo timbran un documento sino que tienden lazos entre los que se quedaron encerrados en la isla mientras sus pobrísimas familias están muy lejos, en otros países. Pequeños gestos heroicos, asideros para un futuro tan incierto.