Un grito rajó el negro velo de la noche, un grito agudo, de mujer, un grito como una avalancha que avanzó por la calle con toda su desesperación y miedo a las tres de la mañana. Un único grito impotente que intentaba ser más fuerte pero que había llegado al límite de su capacidad seguramente porque venía gritando mucho antes de ser escuchado. Un grito lejano de cuerdas vocales encendidas y limpias de juventud, como si una uña pasara por el pizarrón erizando la piel.
Qué fue ese grito.
Otro grito, también de mujer, no en el decibel del primero, decía “suéltala, suéltala, suéltala”, desde otro lado, quizás del departamento de abajo, de al frente o de la calle. Grito que venía como desde el fondo de un pozo pidiendo ayuda, tirando piedras a la superficie. En un principio nada parecía activarse alrededor, nadie parecía entender lo que estaba pasando ni determinar el origen de los gritos, y es que la violencia irrumpe de manera tan estrepitosa que todos quedan descolocados, mudos. De hecho las situaciones de violencia suceden tan rápido que después cuesta recordarlas con exactitud.
Cuando no se puede intervenir de manera directa, lo único que queda es gritar, el grito se mueve más rápido que uno, empuja, ejerce presión sobre la violencia.
Otros gritos aislados se unieron al de la segunda mujer, mi marido salió al balcón y lanzó un eeey. Tal vez la suma y cruza de todos los gritos en el aire lograra intimidar, frenar al que le estaba haciendo algo donde sea que fuera a esa joven que ya no gritaba seguramente porque se había agotado su voz o porque el miedo se lo impedía. O porque ya estaba lejos. Cae el peso de una responsabilidad en el testigo que se enfrenta a estas situaciones, y cuando no se puede intervenir de manera directa, lo único que queda es gritar, el grito se mueve más rápido que uno, empuja, activa, ejerce presión sobre la violencia, un grito, después otro y así se van sumando hasta hacer del grito una fuerza que por su presión logre alertar.
La primera mujer que reaccionó con sus gritos sabía en el fondo que si no lo hacía algo más grave podría pasar, se terminarían llevando a una joven, a dónde, quién, qué le harían, qué estaríamos lamentando después. Ignoro si conocía a la víctima pero le dio curso a un impulso, un instinto que salta y que de tanto insistir va despertando y despercudiendo al resto en medio de una noche que no dejaba ver pero sí escuchar. Un pensamiento flash me trajo a la cabeza y al corazón agitado la imagen de una madre, de un padre, quizás de hijos, de una familia, de amigos. Y aunque como en esa canción de Tracy Chapman en casos así “no sirve de nada llamar, la policía siempre llega tarde”, lo hicimos igual. Y con una sombría impotencia en todo el cuerpo bajamos.