Recordé esta exclamación levemente ordinaria, o no, a propósito de que un exalumno se comunicó conmigo por facebook para saludarme y platicar. Era la época en que yo trabajaba en San Antonio en un instituto de educación de adultos, probablemente toda la primera década del dos mil. Los clientes eran trabajadores del puerto o pescadores, empleadas domésticas y cabros veinteañeros que debían terminar la enseñanza media y que tenían un perfil complejo, muchos de ellos signados con el eufemismo de infractores de ley, otros eran simplemente pendejos con pocas oportunidades que habían quedado fuera del perverso sistema escolar, y eran algo más que revoltosos.
Todo medio de comunicación, escrito o del otro, debiera tener una zona de auto bullying fiscalizador equivalente al “lávate el hoyo”, para controlar los discursos “inteligentes” de las diversas élites, políticas e intelectuales
Nosotros éramos su última oportunidad de legitimación educacional. Creo que era el caso de mi alumno que, junto a otros, pasaban toda la semana preparándose para ir a ver al colo el domingo, según el modelo de la barra brava. La jornada era en la tarde y/o en la noche. En general, se tendía a separar a los más adultos de los pendejos, pero a veces quedaban juntos en los cursos estudiantes cuarentones, con adolescentes de 18 o 19, incluso veinteañeros. Esa combinación era para mí súper interesante, pero la tendencia era a agruparlos tribalmente. Las clases con los más adultos eran muy distintas que con los pendex, ahí también había espesor afectivo.
Mi alumno, muy afectuoso, me recordó aquel periodo y lamentaba haber sido tan desordenado, aunque yo creo que me lo decía por un gesto de buena crianza. Me preguntó dónde estaba escribiendo y me pidió que le enviara textos míos, y me preguntó si yo conocía a Bukowski, ya que él lo estaba leyendo con mucho entusiasmo.
Esa experiencia fue clave en mi vida. Era un instituto, de una pareja amiga, que era el único que me daba pega allá, porque, aunque no lo crean, yo era un perseguido político cultural, en pleno periodo de gobiernos democratoides. Yo no podía trabajar en el municipio ni en colegios pretenciosos, de esos que quieren parecerse al Instituto Nacional de Santiago, cuestión muy provinciana. Por eso trabajaba en la educación vespertina, hermana pobre de la educación formal, que era mi única posibilidad.
Al pie de página, todo texto debiera tener un área de podredumbre o alguna coprolalia crítica. Mejorarían notablemente las políticas públicas, estoy seguro
Esos alumnos eran rudos, pero se establecían vínculos hermosos con ellos. Lo más sólido era su conducta lingüística y escénica, determinada por una voluntad lúdica irrefrenable. Su sola presencia huevetera era capaz de destruir cualquier solemnidad, por eso yo siempre los echo de menos cuando estoy en alguna de esas situaciones de predominio y hegemonía de los tonos graves del cerderío culturoso e intelectual, en algún coloquio, seminario o cualquier mierda de esas, entre artisticoides y/o academicoides, y con nutrientes de progresismo político, cuando el huevonaje empieza a hablar con algún catecismo aprendido o en jerga. Es en esos momentos en que necesito a mis alumnos chuchumecos, para desbaratar esas imposturas.
No eran flaites, que quede claro -ese es un producto facho-, estos eran hijos de la pobreza dura y simple, y tenían suelo moral y eran combativos.
Estos cabros(as) eran de esos que en las típicas formaciones de los lunes en un patio o gimnasio se ponían a huevear desde atrás de la fila echando la chuchá o la talla, o molestaban en clase, pero eran astutos y creativos cuando jodían. En esa época predominaba el bullying homofóbico, centrado en desbaratar los modos oficiales e institucionales (leídos según el concepto de que todo abuso de poder es, en el fondo, abuso sexual invertido) que todavía tiene efectos escénicos, porque suele descomponer los decorados y parafernalias de las solemnidades del poder, sobre todo cuando había una autoridad que era anunciada por los parlantes y los cabros le gritaban: “Ayyyy….” o “mmmm…”, interjecciones guturales que se proferían en situaciones jocosas, levemente desbordadas. En ese contexto debo haber escuchado el “lávate el hoyo” de parte de una audiencia que, definitivamente, sospechaba radicalmente de la autoridad, más aún cuando el ejercicio tenía mucho de pacotilla. También podía escucharse un “chúpalo” o “hazle la bajada los berros”, cuando al inspector o autoridad de turno le tocaba compartir las tablas con una acompañante en rol de autoridad, etc. Todo dependía de la creatividad lingüística.
Aunque no lo crean, yo era un perseguido político cultural, en pleno periodo de gobiernos democratoides
Por eso cuando escucho en la radio, ahora en plena pandemia, que anuncian que el artista tanto, conversará con la crítica X sobre “el papel del arte y de la cultura en tiempos de pandemia y pos pandemia”, recuerdo ese coro de mis alumnos gritando “Ayyy…” o “mmmmhhh…”, o “lávate el hoyo”. Yo creo que todo medio de comunicación, escrito o del otro, debiera tener una zona de auto bullying fiscalizador equivalente al “lávate el hoyo”, para controlar los discursos “inteligentes” de las diversas élites, políticas e intelectuales. Al pie de página, todo texto debiera tener un área de podredumbre o alguna coprolalia crítica. Mejorarían notablemente las políticas públicas, estoy seguro.
En la pega educativa, y en otras con carga institucional fuerte, se generan solemnidades patéticas que, hasta pueden ser necesarias, siempre y cuando tengan el bullying incluido, porque toda esa representación engolada y presuntuosa, que funciona como homología de la institucionalidad dura, suele producir una normalidad abusiva. Por eso me dio tanto gusto hablar con mi alumno, como agente descomposicional, presente en mi capital simbólico.